ANA MANRIQUE DE LARA Y PIÑEIRO, IV Condesa de Puñonrostro

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ANA MANRIQUE DE LARA Y PIÑEIRO, IV Condesa de Puñonrostro

Fecha de nacimiento: 1560
Fecha de defunción: 1615

Biblioteca Jesuitas Cosmética

Resumen de la tesis de Andrés Palos, E.

Se trata de una gran personalidad femenina, que al igual que otros casos, ha sido opacada y olvidada por la historiografía.

Fue hija de Jerónimo Piñeiro, militar que perteneció a la Orden de Santiago, y Francisca Manrique de Lara, procedente de uno de los linajes más prestigiosos de España y las dos Sicilias. Contrajeron matrimonio en 1535. Ambos fallecieron en Nápoles poco tiempo después del nacimiento de sus hijos Pedro, Diego y Ana, futura condesa de Puñonrostro.

El nacimiento de Ana Manrique de Lara debe ubicarse en Nápoles, en torno a 1560. Durante los primeros años de su vida y tras quedar huérfana, estuvo bajo la tutela de su abuelo García Manrique “el Magnífico” junto a sus dos hermanos. Isabel Briseño, abuela de la condesa, se encontraba en el exilio en Suiza por declararse protestante, por lo que no estuvo a cargo de sus tres nietos. 

García Manrique falleció en 1565, momento en el que su tía materna, María Manrique de Lara, consiguió trasladar a Ana (con tan solo cinco años) a la corte de la emperatriz María de Austria (1528-1603), archiduquesa de Austria, Emperatriz del Sacro Imperio y reina consorte de Hungría y Bohemia. Ahí, Ana se encontraría con parte de su familia. En esos momentos, María Manrique ya estaba casada con el canciller de Bohemia, Vratislao Pernstein, y se había convertido en una de las personalidades más influyentes de la cultura y política de la corte imperial.

Ana viajó a Praga hasta la corte de la emperatriz María y Maximiliano II. Ya en el imperio de los Habsburgo, Ana pasaría unos años con parte de su familia, conocería a María Manrique y a algunas de sus hijas, sus primas más cercanas en edad como Polyxena (1566-1641) y Juana (1560-1631).  En esos momentos, la corte imperial de Praga vivía un proceso de “hispanización” gracias a la labor de la emperatriz, pero también de María Maximiliana y posteriormente de sus hijas.82 El actual palacio de los Lobkowicz en Praga, fue una de las residencias de los Pernstein. Gobernada según tradiciones hispánicas, sirvió de alojamiento a grandes personalidades, embajadores y visitantes españoles, se escribía y hablaba en castellano y existió una gran red de intercambio cultural ente España y Praga que abarcó desde la cocina, la vestimenta, la música y la pintura, de manera en que todo en el palacio de Pernstein, recordaba los orígenes españoles de la dueña de la casa.

María Manrique consiguió que Ana recibiese la estricta educación que tanta admiración causaba, y poco tiempo después de su llegada, entró al servicio de la hija de la emperatriz, la futura reina española Ana de Austria (1549-1580). Las jóvenes que entraban a la corte siendo todavía niñas, procedían de grandes familias nobles cuyo linaje ya había servido a la monarquía anteriormente y confiaban sus hijas a la corte como futuras damas, sabiendo la buena educación y futuro que les proveería.

Llegada a España: primera etapa en la corte (1570-1580). 

Ana entró en la corte española de Felipe II como dama de la reina Ana de Austria (cuarta mujer de Felipe II). Dada la amistad que la soberana tenía con María Manrique de Lara, no es de extrañar que interviniese en este proceso, y convenciese a la emperatriz para incluir a sobrina en el séquito de la joven reina. Ana Manrique tenía tan solo diez años, pero había sido educada en el servicio de la archiduquesa, por lo que sería una de las personalidades más cercanas a ella y a sus hermanos. Quienes viajasen con la reina debían cumplir dos funciones: ocuparse de sus necesidades cotidianas, y estar dentro de su círculo de confianza. De este modo, Ana Manrique entró oficialmente en la corte española el 1 de diciembre de 1570. 

Las jóvenes que como Ana Manrique crecieron en palacio, forjaron las vivencias de los sitios reales y siguieron una carrera cortesana que las prepararía para su destino en un matrimonio concertado en el que desempeñarían un importante rol femenino como señoras, o en su defecto en la vida religiosa. Comenzaban siendo meninas o compañeras de los miembros de la realeza más jóvenes, con los que se educaban, y al llegar a una determinada edad, ascenderían a ser damas de la reina o de las infantas, posteriormente dueñas de honor, y finalmente camareras mayores como rango más alto al que podían aspirar.

La función de las damas era la de acompañar a la reina dentro y fuera de los sitios reales, acatando las normas y el protocolo, formar parte de las comitivas reales en los traslados de la corte y eventos, y, en definitiva, hacer vida junto a la soberana. Además de que debían seguir una estricta normativa que limitaba su actividad fuera de palacio, estaban vigiladas por otros cargos femeninos que iban desde la guarda de las damas, que actuaba de chaperona cuando

éstas eran niñas, la dueña de honor, que las vigilaba cuando eran jóvenes y solteras, y finalmente la camarera mayor, quien tenía el control total de la casa de la reina y su privacidad. 

Durante su primer año como dama, Ana Manrique ya destacó como una de las más cercanas a la reina Ana. El hecho de haberse criado con ella en la corte imperial ya la posicionaba por encima de otras jóvenes que apenas conocían a la nueva soberana. La primera prueba de ello es el primer oficio que ejerció en la corte. Se registra en 1571 su labor como “trinchanta”. Esta ocupación está relacionada con el servicio de comidas de la reina, al que solo accedían las jóvenes más allegadas a ella y en las que la soberana depositaba su total confianza. Durante la comida, la reina era servida por tres damas arrodilladas sobre almohadas mientras los pajes traían las viandas. Mientras, la labor de la trinchanta era preparar la bebida y la comida cortada en la mesa de la reina.

Durante su primer año en la corte, Ana continuaría su educación junto a las otras damas próximas a su edad, y se amoldaría progresivamente a la vida en la corte española. Las jóvenes que eran educadas en palacio aprendían habilidades como la lectura y la escritura, consideradas básicas para mujeres de su rango social. Además, también contaban con lecciones de matemáticas, geografía e historia, y otras actividades como la música, la pintura, la danza o las artes escénicas.130 También fueron instruidas en otras labores que se consideraban muy femeninas, como es el bordado, imprescindible para que la mujer desarrollara un carácter paciente y delicado, según el pensamiento de la época. La formación religiosa y espiritual también fue una constante en palacio, lo que jugará un papel clave en la vida de Ana, forjando un carácter muy religioso. 

A partir de 1571 la reina Ana pasará largas temporadas en el Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial junto a su séquito femenino. Durante los primeros años de la condesa en la corte, los reyes tuvieron como foco de la vida palatina el Real Alcázar de Madrid, pero también cambiaban constantemente de residencia, pasando largas temporadas entre el Real Alcázar de Madrid, el Real Monasterio del Escorial, el Pardo, el Palacio Real de Aranjuez y la Casa del Bosque de Segovia o Palacio de Valsaín. A pesar de que el centro neurálgico de la familia real fuese el Alcázar madrileño, el Escorial se convirtió en el gran proyecto arquitectónico del reinado de Felipe II. Durante su construcción, la corte se trasladaba allí pasando largas temporadas, asistiendo al proceso de construcción y decoración del mismo.

Precisamente se encontraba Ana Manrique en el Escorial cuando en 1573, fue testigo de un acontecimiento que ensombreció a la casa de Austria: el fallecimiento de la princesa

Juana de Austria, hermana de Felipe II, cuando apenas contaba con 38 años. Si bien fueron pocos años los que la condesa compartiría con Juana en la corte, sí se observa la influencia que la princesa ejerció en las jóvenes, e indica que fue un referente para Ana Manrique. Este hecho se aprecia en diversas cuestiones, como el interés por la lectura y el mundo bibliófilo, el vínculo con la Compañía de Jesús, y su relación con la cultura y la religiosidad, además de la participación en fundaciones de obras pías. La princesa Juana fue siempre el elemento estable en la familia de Felipe II, el referente familiar más sólido y el núcleo principal de la corte femenina del monarca, lo que la convirtió en educadora de sus sobrinos y gran apoyo para sus esposas. Además, estuvo al frente del gobierno cuando Felipe estaba ausente, por lo que su fallecimiento causó gran pesar en palacio. La princesa Juana se convirtió en un modelo a seguir para todas las mujeres de la corte tanto a nivel personal, como cultural. Esta herencia de la personalidad de las mujeres Habsburgo, se contemplará a lo largo de la vida de Ana Manrique, especialmente durante su etapa de madurez fuera de la corte.

En 1578 Ana Manrique fue testigo de otro acontecimiento que alteró la vida en la corte y fuera de ella, y en el que se vio implicada. El asesinato de Juan de Escobedo, secretario de Juan de Austria, se producía el 3 de marzo de ese año, siendo Antonio Pérez —secretario de Felipe II—, el principal culpable de instigar el crimen. Durante sus primeros diez años como secretario, Antonio Pérez ejerció gran influencia sobre Felipe II, lo que le llevó a ganar confianza y poder. Juan de Austria sospechaba las posibles tramas de Pérez sobre la venta de secretos de estado, hasta que finalmente ocurrió el asesinato de Escobedo en el que también se vio envuelta Ana Mendoza de la Cerda, princesa de Éboli, quien sí se vio afectada por la justicia un año más tarde cuando fue encarcelada en el torreón de Pinto, y posteriormente en Pastrana por ser sospechosa de la traición al rey y a la monarquía hispánica.

Tras el asesinato de Escobedo, entre 1579 y 1592 se produjeron una serie de interrogatorios y procesos criminales, en los que se recogieron las declaraciones de las personas que supieron información sobre la traición de Pérez y no las comunicaron al rey en su momento. En los procesos criminales de Castilla, se recoge la declaración de don Pedro de Velasco y su hijo, quien fue paje real, entre otros testimonios que lo declaran. Estas declaraciones aluden a una posible relación entre Ana Manrique y Antonio Pérez:

(…) vio que una noche a las once, el dicho Antonio Pérez hablaba desde el suelo a una ventana donde estaba doña Ana Manrique, dama de la Reina, tratandose entre ellos de cosas de amores. Vio hablar muchas veces por la noche en el Escorial con la señora doña Ana Manrique a Antonio Pérez, y en el bosque de Segovia hablando de amores y galantería. Este declarante, cuando se lo conto su hijo, se lo reprendió y riño y estuvo a punto de castigarle; porque no había ido en punto a Su Magestad con ello, y por esto y lo demás que ha dicho, tiene al dicho Antonio Pérez por hombre vano y perjudicial; y porque sabe bien que por otras vías enviaba casi diariamente Antonio Pérez recaudos y billetes de amores a la dicha doña Ana; y que ésta es la verdad por el juramento que a hecho.

Estas declaraciones son los únicos textos que exponen datos sobre la relación de Antonio Pérez con Ana Manrique, puesto que no se localizan más detalles después de 1577, exceptuando la obra de Manuel Broquetas de 1859 que expone que “Antonio Pérez tenía con la bella Ana Manrique diálogos amorosos”, y la publicación del Círculo de Amigos de la Historia de 1978 que se remite a los hechos citados, exponiendo que Antonio Pérez tuvo como amante a doña Ana Manrique, pero esto no le impedía galantear a otras señoras. En 1577 Antonio Pérez ya estaba casado con Juana Coello, pero son múltiples las referencias a sus acercamientos y galanteo a otras mujeres de la corte. Su puesto como secretario de estado le acercó a las damas de la reina, entre ellas Ana Manrique, que tendría dieciocho años en esos momentos. Todos los testigos informan sobre la correspondencia que Pérez hacía llegar a la dama diariamente. La galantería era una costumbre más dentro de los usos cortesanos, y no necesariamente derivaba en una relación amorosa que finalizaba en matrimonio. 

Una de las relaciones de viajeros que visitaron la corte en estos momentos, plasma la actividad de los galanes y las damas, totalmente integrada en la cotidianidad cortesana de la siguiente manera:

Junto a la reina [Ana de Austria] iban seis damitas de muy alta nobleza, tres de las cuales la sirven a la mesa con mucho respeto, mientras que las otras apoyadas en los muros de la habitación, charlaban con sus novios o galanteadores (así es como los llamaban) de cosas divertidas. Estos galanteadores tienen la libertad de cubrirse delante del rey y de la reina con tal que estén conversando con la señorita a quien sirven; son príncipes o señores distinguidos por su riqueza y su nacimiento; sirven a las damas para pasar el tiempo de una manera agradable, para ver a menudo a Su Majestad y con la intención también de tomarlas por esposas. Si tuvieran otros proyectos, se verían decepcionados porque las reglas del Palacio de su Majestad son muy estrictas en ese punto.

Las declaraciones expuestas por los testigos en el proceso judicial no afectaron a la labor de Ana Manrique como dama de la reina. Si bien todos los implicados en la conspiración de Pérez fueron castigados, Ana continuó con normalidad en la corte. Aunque no se localiza más información al respecto, no debieron considerar de especial gravedad los argumentos de los testigos y tal vez se interpretara como un galanteo habitual, pero en absoluto se relacionó a la joven con la conspiración. Más bien como una más de las damas a las que Pérez galanteaba. Además, Ana contaba con una buena reputación entre el resto del séquito femenino, lo que actuaría sin duda a su favor.

A partir de entonces, pasó la mayoría del tiempo alejada de Madrid con la reina y las damas en el Escorial. El año 1578 continuó siendo complicado para la corte en general. Entre los meses de septiembre y octubre, fallecieron los príncipes Wenceslao y Fernando, hermano de la reina Ana e hijo primogénito de los reyes, respectivamente.

Ana siguió sirviendo en la casa de la reina hasta que ocurrió otro triste acontecimiento que cambiará su vida. Uno de los sucesos que más condicionó la organización de la casa real y sus integrantes, fue el viaje a Portugal de 1580. El 31 de enero de ese mismo año falleció el rey de Portugal, y Felipe II quería evitar la invasión del país vecino y entrar cuanto antes en territorio luso. 

La primera parada de la familia real en este viaje fue el monasterio de Guadalupe en Cáceres, donde pasarán la Semana Santa y la Pascua, y a comienzos de verano se instalarán en Badajoz. Mientras Ana de Austria y su séquito de damas permanecían en tierras extremeñas, el ejército del duque de Alba traspasó la frontera y finalmente el 12 de septiembre de 1580 Felipe II fue oficialmente reconocido en Lisboa como rey de Portugal. 

La intención del rey de que su esposa Ana realizase este viaje desembocó en otra tragedia para la corte española. La reina Ana sufrió las consecuencias de una grave epidemia que se extendió en España durante el verano, y a pesar de que contaba con buena salud, la situación se agravó profundamente hasta que los médicos fueron incapaces de atajar una grave infección respiratoria. Ana de Austria falleció la madrugada del 26 de octubre de 1580 en Badajoz a los treinta y un años.

El codicilo de la reina sella la última señal de afecto y lealtad que la soberana profesó hacia Ana Manrique. Antes de su muerte, dejó establecido en sus últimas voluntades que la joven fuese beneficiada con una merced de 2000 ducados.  Tan solo tres damas recibieron esa merced especial de la reina, lo que fue una merced dotal especial para sus respectivos enlaces en un futuro. Este gesto tenía una gran carga simbólica. Era un detalle por parte de la reina, que evitaba que estas jóvenes pudieran quedar “desamparadas” tras su muerte. Son señales que sin duda muestran las preferencias de la familia real por ciertas damas. Ninguna de las otras jóvenes recibió ese privilegio, por lo que no todas gozaron de la misma consideración, y en definitiva, no todas contarán con las mismas oportunidades.

Ana Manrique finalizaba así sus primeros diez años en la corte española, cargados de sucesos históricos, sociales y artísticos que vivió en primera persona. En esta primera etapa se observa una evolución desde su primer oficio como menina, hasta culminar como una de las damas más favorecidas por la reina Ana y mejor posicionadas en la carrera áulica. Un primer periodo se cerró para Ana en 1580 con el fallecimiento de su estimada reina, dando comienzo a otros casi diez años en palacio.

Retrato de María Manrique de Lara con una de sus hijas, Jorge de la Rúa. Colección Lobkowicz

Segunda etapa en la corte hasta su matrimonio: 1580-1589

En 1582 Ana Manrique protagonizó una de las escenas de la novela del escritor Luis Gálvez de Montalvo (1549-1591), que la situó entre las damas más destacadas de la corte española. La obra se titula El Pastor de Fílida y fue escrita en el mismo año y su éxito garantizó la impresión de otras ediciones hasta 1589. Miguel de Cervantes aludió a ella en el escrutinio de la biblioteca de Don Quijote como “joya preciosa”. Se trata de una novela de carácter pastoril, en la que cada personaje está basado en una persona real del momento. Una parte de esta obra, está ambientada en la corte del rey Felipe II, donde se describe una entrada en palacio de las infantas con su séquito de damas, a las que dedica unas palabras. Entre ellas estaba Ana Manrique, siendo además a la primera que menciona. Sobre las damas dice “ni de pincel humano retratadas, ni de pluma mortal encarecidas”, y continúa describiéndolas como “elegantes, llenas de belleza y talento”. A continuación, nombra a las más destacadas, encabezando el listado Ana Manrique:

Hermosura, linaje y clara fama, rayo purísimo que asoma como el sol tras el alba en el cielo claro,  es Anna Manrique, de quien toma la bondad suerte, y el valor amparo.

La novela alcanzó un gran éxito puesto que socialmente reflejaba personajes reales conocidos por el lector, por lo que resultaba de interés para quienes quisieran acercarse a las personalidades de la casa real. Pero lo más importante, es que la identidad real de las damas se expone con nombres y apellidos, por lo que fue un reconocimiento extraordinario en el momento, ya que todo aquel que leyese la novela, sabría quienes eran exactamente las damas más allegadas de las infantas, a través de las bellas palabras que el autor les dedica. La publicación de la obra y su éxito, incrementaron el honor, el orgullo y el prestigio social de las jóvenes, que tuvieron un breve reconocimiento que las exaltaba de forma individual y no como colectivo, algo poco frecuente en el momento. Ana destacará cada vez más en la corte española, a sus veintidós años era una de las mejores consideradas y más favorecidas de la casa real.

Tras la muerte de la reina Ana, la presencia de las dos infantas en la corte aseguraba la necesidad de conservar el personal femenino. Algunas damas de la reina pasaron a formar parte de la casa de las infantas, y Ana fue una de ellas, continuando así la carrera cortesana que tarde o temprano le depararía un buen futuro.

El destino de Ana Manrique parecía estar en la corte, o en su defecto en un convento, puesto que no existen noticias sobre posibles matrimonios o pretendientes hasta el momento. Pero en 1585 la suerte de la futura condesa cambió, y recibió la herencia de su tío Juan Piñeiro, que sumaba un total de 15.149 reales. Además, su tío había dejado para ella otros 10.000 reales más para su dote de novia y otros 6.000 ante una posible situación de desamparo. Ana se convirtió en uno de los mejores partidos entre las damas de la corte.

Finalmente, el elegido para el matrimonio de Ana por Felipe II y Juan de Zúñiga fue don Pedro Arias Dávila Portocarrero, IV conde de Puñonrostro. Normalmente, la negociación matrimonial de las damas de la corte, era un proceso en el que la familia de la joven también intervenía, descartando o aportando candidatos que debían consultarse de igual modo con el rey. No obstante, hacía muchos años que Ana Manrique quedó huérfana y la familia real se había convertido en la suya propia.

La figura de Pedro Arias es desconocida y compleja de perfilar, puesto que existe una gran escasez documental en torno a su persona. El futuro esposo de Ana Manrique descendía de este poderoso linaje que había conseguido su honor y privilegio real en campos de batalla y tierras de conquista. En esos momentos al condado de Puñonrostro pertenecían las tierras de Madrid, Segovia, Ávila y Zamora; no obstante, los dos núcleos de residencia familiar de Pedro Arias eran unas casas palaciegas en la villa de Madrid, y el castillo de Torrejón de Velasco, ubicado en las cercanías de Pinto (Madrid). 

Ana estableció en las capitulaciones matrimoniales una serie de condiciones previas al enlace para asegurar sus bienes y su economía. La primera de ellas obligaba al conde a devolver los bienes y dote en caso de que el matrimonio se disolviese en los diez primeros años sin dejar descendencia. De ese modo, Ana estaba asegurándose una futura vida para evitar el desamparo económico. La segunda condición es que ella aceptaría el traslado a las casas del conde en Madrid, pero en caso de que no se sintiese cómoda en ellas o surgiese cualquier inconveniente, el conde se vería obligado a proporcionarle otra residencia a su gusto para ella y sus criados. Estas dos son las cuestiones más importantes del contrato. La siguiente y última hace referencia a que la casa del conde, que debía tener un espacio exclusivo para los vestidos y el ajuar de Ana, y en caso de no haberlo, debía habilitarse antes del traslado definitivo. Además, el conde debía asegurar una cantidad económica de 500 ducados durante los diez primeros años destinada para que su esposa pudiera adquirir vestidos. 

La boda se celebró en el Palacio Real de Aranjuez el 23 de abril de 1589. Tras la boda, los recién casados se trasladaron desde Aranjuez al castillo de Torrejón de Velasco, situado a poca distancia del palacio, donde pasó los primeros tres meses como condesa de Puñonrostro. Pasados esos tres meses, la condesa se estableció en las casas de Pedro en la plaza del Cordón de Madrid.

Casualmente, con anterioridad a que Ana se estableciera allí, el conde había alquilado los bajos de esta residencia a Antonio Pérez; y su fuga en el año 1585 se produjo desde esta casa, tal y como se relata en la descripción del proceso criminal. Actualmente, la calle en la que se ubicaron las casas recibe el nombre de Puñonrostro, en honor a sus propietarios, donde puede leerse una placa cerámica que recuerda lo siguiente: 

Aquí estuvieron las Casas del Cordón donde el secretario de Felipe II Antonio Pérez vivió desde 1575 y sufrió cautiverio hasta su fuga en 1585.

La vida de Ana con el conde fue breve. Si son escasos los detalles sobre la vida de Pedro, aún mas lo son los relativos a su muerte. A pesar del equilibrio económico que llevó la dama al matrimonio y la estabilidad aparente de los condes, no tuvieron descendencia debido al fallecimiento de Pedro entre 1595, contando ella con la edad de treinta y tres años aproximadamente. 

La sucesión y el título nobiliario de Puñonrostro pasó por vía masculina a su hermano, Francisco Arias Dávila de Bobadilla que así se convirtió en IV conde de Puñonrostro, casado con doña Hipólita de Leiva y Cardona. Poco después de la muerte de Pedro Arias, Ana inició una serie de negociaciones para poder recuperar todos los bienes que le consta que le pertenecían. Dependía en esos momentos de la amabilidad de su cuñado, el nuevo conde, con quien trató personalmente la cuestión de la devolución su dote matrimonial. A pesar del fuerte carácter de Francisco, la justicia era una de las virtudes que las crónicas alabaron de él, por lo que no tuvo inconveniente en devolverle la dote a su cuñada. Además, aceptó que siguiera llevando el título de condesa de Puñonrostro para toda su vida a pesar de haber enviudado. Ana Manrique no tuvo ningún altercado con su cuñado, y mantuvo una fluida relación de correspondencia y pequeños obsequios con la mujer de éste, doña Hipólita de Leiva y Cardona, hasta sus últimos años de vida.

En 1595, recibió una noticia que favoreció un cambio de dirección en su vida. Su hermano mayor, Diego, había fallecido dejando dos hijos huérfanos en Nápoles llamados Beltrán y Francisca, dos niños en edad pupilar. Tras conocer la situación, Ana mandó inmediatamente que los trajeran a Madrid ese mismo año; y solicitó ser tutora y cuidadora de ambos. 

Nueva vida en Madrid: vínculo con la Compañía de Jesús e introducción en el mundo literario (1599-1604)

Una vez recibidas las cantidades económicas que le pertenecían, Ana Manrique comenzó a construir su nueva vida en Madrid. No contempló entrar en un convento ni otro matrimonio, por lo que decidió llevar una vida prudente en solitario. Como viuda estaba en su derecho de disfrutar de sus privilegios y los beneficios que dejaron para ella, algo que le permitía gobernar en cierto modo su vida y emprender un camino en solitario. Sin duda era la opción que más libertad e independencia podía proporcionarle, pero su cuidada reputación podía verse afectada en caso de no llevar una vida decorosa.

Será en esta etapa cuando se muestran al completo tanto su carácter como sus aficiones. Las referencias a su periodo en palacio son necesarias para comprender este periodo, y es que Ana tuvo un referente concreto en esta etapa de viudedad que fue la princesa Juana de Austria. Juana fue el modelo de joven viuda que toda mujer noble debía seguir. Marcó las vidas de las jóvenes damas de la corte, inspirándolas a imitar sus pasos. Entre las damas de la reina, Juana era considerada como una mujer santa por sus actos de bondad, pero también un referente al que respetaban en extremo como institutriz, regente, devota y mujer extraordinariamente culta e interesada por el mundo bibliófilo. Además, Juana enviudó a una edad temprana y no volvió a casarse, por lo que optó por vivir su vida de manera independiente, forjando su propio espacio cortesano y sus propios entretenimientos como los libros, la incentivación de obras pías, el patrocinio artístico o el recogimiento en las Descalzas Reales siguiendo las recomendaciones y consejos de los jesuitas. Cada uno de los puntos anteriores, se plasman a menor escala en esta etapa de Ana, dando fe de la inspiración que supuso la vida de la princesa de Portugal, incluso cuando habían pasado casi treinta años de su fallecimiento.

Para comprender estos años de la vida de Ana, es necesario exponer la relación que desarrolló con la Compañía de Jesús, un vínculo importante que se consolidó durante sus primeros años de viudedad. En la corte ya se puso en contacto con el padre Juan de Mariana, pero a partir de 1599 comenzó a estrechar lazos especialmente con el jesuita Cristóbal López y con el padre Pedro de Ribadeneira, dos personalidades que conocería a través del padre Mariana.

Cristóbal López fue su director espiritual y le guió en su viudedad a través de su mayor afición; la lectura y el patrocinio literario. López se encargaba de la formación de la biblioteca del colegio jesuita de Alcalá de Henares, que compaginó con la terea de predicador en la corte de Felipe II. También ejerció como impulsor literario, facilitando la impresión de obras manuscritas que eran de su interés, distribuyendo y comprando libros, además de encargarse de la importación y exportación de textos devocionales, algo que le posicionó en la primera línea del negocio literario madrileño.

Junto a López, Ribadeneira fue otra personalidad imprescindible para el asesoramiento en la formación de uno de los bienes más preciados de Ana, su biblioteca. Pedro Ribadeneira fue escritor ascético, historiador de la Iglesia, predicador y escritor político. 

Las ideas y el pensamiento jesuita van a incidir en la personalidad de la condesa, que se convertirá en una gran devota de la Compañía, pero también en patrona y benefactora de la misma. Tras contactar con el colegio jesuita pamplonés a finales de la década de 1590, Ana siguió vinculada a él como única heredera de su tío, fundador del mismo. Finalmente consiguió ser nombrada patrona y principal benefactora, un privilegio que recibió en torno a 1600, otorgado por el General de la Compañía de Jesús. Este documento era un pergamino que Ana conservó en Madrid hasta el final de sus días, y recogía la declaración expuesta por el General de que, a partir de esos momentos, sería ella quien protegería, beneficiaría y patrocinaría al colegio pamplonés. Este hecho fue importante ya que hizo que la condesa adquiriese socialmente mayor prestigio, poder y respeto. Por otra parte, le garantizó el acceso directo a los beneficios y privilegios que podría conseguir a través de los jesuitas.

La relación de las damas de la nobleza con la Compañía de Jesús es una constante en la Edad Moderna española, y especialmente se aprecia en las viudas de la élite social. Los jesuitas vieron en las damas como la condesa de Puñonrostro algo extremadamente valioso. Además de capacidad económica para dotar fundaciones y obras pías, fueron el altavoz de la Compañía en el círculo femenino, teniendo como objetivo inculcar la ideología jesuita en otras mujeres. Además, las benefactoras y patronas podían contar con un director espiritual a su servicio, que  no solo podía dirigir y guiar la conducta de la mujer, sino que también ejercía de confesor y confidente, hasta llegar al punto de interferir en decisiones relativas al patrocinio de obras y dotaciones artísticas.

En torno a 1599, una vez consolidada su relación con los jesuitas, Ana comenzó a vincularse con el mundo literario madrileño desarrollando una de sus facetas más interesantes e importantes como promotora de las letras. Además de su relaión con la compañía, hubo otro hecho que, sin duda, contribuyó a que Ana se familiarizase con el entorno de los impresores y el ámbito editorial: y es que una parte de la vivienda de los condes de Puñonrostro donde vivió hasta 1599 se alquiló a Julio de Junta, impresor del rey y editor. Allí estableció por cinco años su imprenta, que posteriormente será conocida como la Imprenta Real. Además de ser consumidora de libros y bibliófila, fue también patrocinadora de obras literarias religiosas. 

Ana ayudó económicamente y protegió a los autores y traductores, generalmente jesuitas, en las impresiones de textos con una finalidad clara: una vez comprobado el interés de los textos y una vez impresos, esos libros formarían parte de las bibliotecas jesuitas de los colegios de Madrid y Alcalá de Henares. Igualmente, ella también tendría ejemplares de dichas obras. Por este motivo, es frecuente localizar el nombre de Ana Manrique en obras literarias de los padres jesuitas, ya que encabezó numerosas dedicatorias.

En 1599 dio el siguiente paso para iniciar su nueva vida en solitario. Decidió comprar un conjunto de tres casas gemelas, en la calle de la Magdalena, que hacían esquina con la calle de la Cabeza. En esta residencia tendría un papel importantísimo la biblioteca.

La vida en las casa de la calle de la Magdalena: educación, misticismo, libros y fórmulas de belleza (1604-1610)

Ana se trasladó sol a su nueva residencia con su propio servicio contando con un mayordomo mayor, un capellán, damas y criados.  A este séquito hay que sumar a sus dos sobrinos a los que tutelaba, Francisca y Beltrán.

Existe una faceta de la condesa que es importante destacar, y es el interés que profesó hacia la educación de sus damas y criadas. Esta información es posible conocerla a través de diversos escritos y crónicas redactadas por jóvenes que entraban a su servicio. Ana les enseñaba a leer, escribir, pintar, bordar y rezar. 

En esta residencia, la condesa acogía de manera temporal a algunas jóvenes que querían ser novicias, pero todavía no tenían licencia para ello, o estaban a expensas de conseguir la dote necesaria que le permitiese la entrada al servicio religioso. El perfil de estas jóvenes solía ser el mismo; menores de edad entre doce y diecisiete años que por algún motivo familiar, se habían visto en una situación de desamparo, bien económico, por orfandad, o por desacuerdos con sus progenitores a la hora de contraer matrimonio. Este último caso, ocurría cuando la joven no aceptaba el casamiento impuesto, y desembocaba generalmente en una huída de la residencia familiar.

La procedencia de las muchachas no fue una condición eliminatoria para entrar en casa de Ana, ya que admitió tanto a jóvenes provenientes de familias adineradas, hijas de caballeros y soldados, como a hijas de humildes campesinos. Lo que sí era un requisito indispensable era la vocación religiosa. Todas ellas debían tener vocación y estar completamente seguras de tomar el hábito por decisión propia, y no como un método de huida. Para ello, las instruía en un estilo de vida austero, casi penitente, que las preparaba para entrar en la vida religiosa. Pero esta ardua preparación, no solo favorecía la familiarización de las jóvenes con la vida conventual, sino que conseguía que estuviesen preparadas para ascender en la carrera religiosa. Quienes se educaban en casa de la condesa, llegaban al convento con un bagaje cultural y espiritual tan elevado, que muchas de ellas consiguieron ser abadesas o prioras en poco tiempo. 

Otra de las cuestiones importantes es la mención a la enseñanza de la escritura. De acuerdo con la mentalidad del momento, escribir no era algo necesario para las jóvenes ni recomendable enseñarles, salvo que fuesen a desempeñar altos cargos a lo largo de su vida como las reinas, infantas o las nobles señoras. El recelo hacia la enseñanza de la escritura radicaba en la capacidad de comunicación que tendrían las mujeres que la aprendiesen. Ana Manrique, yendo en contra de la mentalidad del momento, consideró que la escritura era vital, por lo que era una de las principales habilidades que aprendían en su casa. Ana inculcó a las jóvenes la importancia de la cultura escrita tanto para comunicarse como para expresarse. Prueba de ello es la dedicación que la mayoría de ellas tuvieron posteriormente como escritoras o poetisas. 

Otra de las habilidades practicadas era la pintura. Las damas que, como Ana, compartieron educación con las infantas, aprendieron el arte de la pintura en la corte. No obstante, por muy habilidosas que pudiesen llegar a ser, la dificultad radicaba en el reconocimiento de su identidad y profesionalidad, algo que solamente ocurrió en contadas ocasiones como el caso de Sofonisba. Sin duda, habría otras muchas mujeres más que quedarían ocultas en un entorno lleno de trabas para el aprendizaje y la valoración del arte femenino.

Sobre la actividad diaria que realizaban las jóvenes en casa de Ana, se recoge información en un breve párrafo acerca de la vida de Catalina de Jesús, que fue monja en el convento de Santa Catalina de Siena en Alcalá de Henares:

La vida de Catalina en las casas de la virtuosa señora viuda Ana Manrique, fue casi más recogida que en el mismo convento. Todas eran seglares aun y se levantaban antes de las cinco de la mañana, de cinco a seis hacían todas oración mental y a las seis cantaban la prima. Después del ayuno, ingerían alimento liviano y leían todas en el estrado. A las nueve estaban en la lección de meditaciones y a la decima podían andar en el jardín, regar y cuidar las flores y demás plantas. Allí Catalina fue muy hábil aprendiz de la escritura, de la que llego a ser habilidosa y entendida, practicaba también la pintura pero donde más ventaja tomó fue en el escrito místico. (…) Entre sus pertenencias cuando murió a los 38 años, se encontraron quince sonetos de su puño y letra en su celda de los que pudieron ser conservados.

El ambiente en las casas de Ana era el propicio para el recogimiento y para el aprendizaje de la vida religiosa. La condesa hizo de su casa una pequeña y estricta escuela mística femenina, algo innovador que parece indicar la inclinación de Ana por la educación. Lo realmente novedoso de la situación es que no era habitual que las futuras novicias aprendiesen en casa de una mujer seglar y no religiosa. La educación que brindó Ana fue completamente altruista, ya que aparentemente no recibió beneficio por parte de las jóvenes o de sus familias. De hecho, en la mayoría de los casos las novicias no volvían a saber nada más sobre su familia, o bien habían quedado huérfanas, por lo que es difícil que los familiares pagasen por ello. Además, se localiza información sobre las dotes de las novicias que Ana costeó, para sus entradas en conventos.

Todo indica que, probablemente, Ana hubiese continuado promocionando esta educación y la protección de damas jóvenes, de no ser por las circunstancias que posteriormente hicieron que abandonase Madrid en 1611.

Llama la atención la capacidad de la condesa de rechazar los privilegios y lujos con los que vivió en la corte. Algo que puede observarse en esta etapa de Ana es la austeridad y sobriedad en su día a día. Ana continuó siendo una mujer noble de la élite social con potencial económico, pero supo saber vivir de manera menos ostentosa, distinguiendo lo que para ella era necesario, y de lo que podía prescindir. Por este motivo puede apreciarse en su último inventario la falta de joyas, alhajas y ricos vestuarios, y en cambio se observa una mayor riqueza en su biblioteca o su oratorio. 

En el año 1605, Ana quiso formar parte del negocio literario madrileño en primera persona y sin intermediarios. Solicitó ingresar en la Hermandad de San Juan Evangelista ante Portam Latinam, o Hermandad de Impresores de Madrid. Era algo complicado para una mujer que no pertenecía a ninguna familia de impresores, ni ejercía como tal. Pero Ana consiguió adentrarse en ella, hasta llegar al punto de ser nombrada patrona de la misma.

En octubre de 1610, Ana fue una de las impulsoras económicas de un gran evento cortesano y literario que aconteció en Madrid. Un encuentro promovido por la Esclavonia del Santísimo Sacramento, una comunidad de grandes de la nobleza y escritores. Dicha asociación célebre y poderosa se originó con ánimo religioso en el convento de las Trinitarias de Madrid, pero se asemejó más una sociedad de influencias, apoyada y fundada por el duque de Lerma, al que pertenecían sus allegados, entre ellos Ana Manrique, y grandes literatos como Miguel de Cervantes, Félix Lope de Vega, o Francisco de Quevedo. La amistad entre el duque de Lerma y la condesa de Puñonrostro existió desde el periodo cortesano de Ana. Recordemos que él fue uno de sus asesores a la hora de dictar las condiciones de las capitulaciones matrimoniales. 

El evento en cuestión estaba dedicado a los reyes Felipe III y Margarita de Austria, en el que se realizaron honras y fiestas en honor a la salud de ambos. Toda su organización recayó en el duque de Lerma y Ana Manrique, llegando a ser considerados por las crónicas como “los héroes” del festejo, por haber logrado llevar a cabo su financiación. En estas fiestas eran imprescindibles los certámenes y las justas poéticas, un tipo de literatura cortesana planteada para las grandes ceremonias de la nobleza. Por este motivo, citaron a Lope y Cervantes, que orgullosos, demostraron su rivalidad y respeto en este evento. Para los escritores era importante la invitación a estas fiestas, ya que les permitía buscar protección por parte de la nobleza. Este evento es un claro ejemplo del poder que alcanzó Ana Manrique en el mundo literario, no solo como bibliófila o espectadora, sino como una de los principales mecenas de las fiestas.

Otra de las manifestaciones artísticas literarias por las que la dama sintió atracción fue el teatro. La condesa fue miembro de la Cofradía de la Soledad (la más importante de Madrid junto con la de La Pasión).

El interés de Ana por la fabricación de cosméticos y perfumes proviene de sus años en palacio, ya que en 1563 se implantó la primera oficina de destilación de aguas y aceites en el Palacio Real de Aranjuez, conocida como la Casa de Destilación. Además, se realizaron los primeros estudios y manuales de fragancias y de botica. También se fabricaron todos los instrumentos de vidrio necesarios para destilar, como redomas, alambiques, alquitaras, frascos de diversas tipologías, prensas de madera para trabajar los ungüentos, morteros y vasijas entre otros. Las mujeres de la casa de Austria fueron grandes consumidoras de las aguas de olor y aceites que salían de las casas de destilación de los sitios reales. El interés de Ana por esta actividad indica que en algún momento vio realizar estas acciones en la corte e incluso participaría ella misma. Siendo Juana la institutriz de las niñas, no es de extrañar que fuese ella quien les enseñase esta labor. La reina también estuvo interesada en su proceso de creación de y fue consumidora habitual, por lo que era algo común en las mujeres de la casa de Austria.

Sin duda, Ana aprendería de ellas esta afición y adquirió todos los instrumentos necesarios para conseguir su propio destilatorio domestico, y en un principio tuvo en casa de los condes de Puñonrostro todos los utensilios necesarios para las redomas de olores. Pero será al trasladarse a su nueva residencia cuando instaló en su desván todos los materiales de vidrio, las prensas de madera, y una serie de estuches, frascos, cajas y cofres para guardar y enviar sus fragancias como obsequio. Ana habilitó dicho espacio para realizar destilaciones, pero también incorporó un pequeño horno, ollas y morteros para elaborar sus ungüentos cosméticos y medicinales.

Ana hacía una serie de aguas de olor, de flores, perfumes, ungüentos y pastillas que eran muy conocidos entre las damas del momento. Tal es así, que sus recetas fueron recogidas en un manual anónimo de mujeres, en el que se encuentran otros apuntes y recetas manuscritas. Desde la Edad Media, los recetarios fueron una fuente de información para las mujeres en el ámbito doméstico, ya que podían acceder a través de ellos a los saberes femeninos, y facilitaban la elaboración de nuevas recetas y su transmisión a otras generaciones. 

Ana Manrique ponía en práctica sus recetas en el desván, destinado exclusivamente para ello y dotado con un sinfín de herramientas variadas. Algo que podía asemejarse incluso a un pequeño taller.

El manuscrito en el que aparecen las recetas de Ana se encuentra en la Biblioteca Nacional de España y lleva el título de Libro de recetas de pivetes, pastillas y uvas perfumadas y conservas. El manual es interesante incluso para un estudio específico del mismo, ya que reúne diferentes caligrafías de mujeres que fueron escribiéndolo. No tiene autoría concreta, pero sí se especifica en la portada quién fue su propietaria, con un pequeño título que reza: este libro es de Juana, algo que no permite conocer la identificación completa de su dueña.

La primera receta de Ana que aparece lleva el nombre de Las recetas de pastillas de la condesa de Puñonrostro y es la siguiente:

Han de moler y cerner menxuy y se ha de moler con el tres onzas de estoraque y secarse con un pedaço de seda y esto se ha de hazer luego de haber sacado el çumo de ella. La mitad de Castellana y mitad de Alexandria y echar enello el minxuy que este bien empapado y que no sobre nada de çumo y hanlo de remover dos u tres vezes al dia con una paletica de plata pero este con cuidado de no juntarse de manera quel minxuy quede por encima de çumo. Cuando el minxuy vaya secando, echase flores con el mesmo cuidado de menearlo todo y cuanto mas embeba mejor. Cuando se quieran hazer las pastillas ha de estar embebido y seco y hacello poco a poco. Tiene que cocerse con agua de flores en una pieza de plata y cuando este más derritido han de echar una cuarta de ambar, media de algalia, y media quarta de polvillos de los muy buenos. Dispues han de sacar el minxuy del agua y untallo con una paletica de plata para que se mezcle bien todo y hay que doblar la torta de minxuy hasta que se embeba por todas partes. Dispues se vuelve a poner en el agua de flores caliente hasya que yerba, se saca y se vuelve a masar poniendo otra media de algalia. Hay que tener echo ya agora la babaca de alquitara pa echar en la torta para las pastillas y masar muy bien todo junto. […] Hay que hazer las pastillas chiquititas y bajitas para que se sequen mas presto y esto ha de hazer quando haga muy rezios calores porque con el tiempo húmedo no se secan. Y cuando estén secas untarlas con otro poquito de algalia por encima.

La complejidad de esta primera receta radica en primer lugar en la dificultad de hallar los ingredientes en su momento, algo que brinda detalles sobre las especies que Ana tuvo en su jardín y de algunos instrumentos con los que debían tratarse, que sin duda son signos de lujo y exquisitez. La mayoría de los ingredientes incluidos eran extranjeros, y su adquisición en su momento no estaba al alcance de cualquiera. La receta de las pastillas debió de ser por una parte exclusiva y un tanto exótica para su contexto, pero también, tenía que ser altamente efectiva y demandada, de lo contrario no se hubiese recogido en el recetario. Asimismo, denota por parte de Ana un gran conocimiento sobre las sustancias incluidas y sus posibles efectos y combinaciones. Algo que sin duda requeriría tiempo, trabajo y estudio de comprobar la eficacia y beneficios de la receta. Las pastillas se aplicaban en uso externo sobre la piel y su textura sería similar a la cera. La novedad de esta receta con respecto a otras existentes en el manuscrito consistió en aunar en unas mismas pastillas tanto el aseo personal, la perfumería, la salud de la piel y su belleza.

Es necesario destacar que Ana realizaba estas recetas para obsequiar o para el uso habitual en su casa, ya que no se ha localizado una comercialización de las mismas, sino todo lo contrario, aparecen en el recetario para ser compartidas y que llegasen a otras mujeres que pudiesen ponerlas en práctica.  

Asimismo, es preciso destacar la profesionalidad con la que Ana trabajaría para conseguir los resultados de las recetas, ya que era una afición que requería esfuerzo y trabajo continuo.

Traslado a Zaragoza y Burgos: últimos años de vida (1610 - 1615)

En 1610 Ana Manrique continuaba junto a sus damas y criados en las casas de la calle Magdalena. Su biblioteca se encontraba cada vez más completa gracias a la constante producción de textos religiosos que salían de las prensas de Luis Sánchez y Juan de la Cuesta. La tranquilidad en la vida de la condesa no duraría por mucho tiempo, puesto que al año siguiente recibió la noticia de que su hermano Pedro iba a ser promovido por Felipe III a la sede metropolitana de Zaragoza, donde ejercería de arzobispo. Ana decidió dar un giro a su vida y preparar el traslado a la ciudad aragonesa para acompañar a Pedro Manrique en su prelatura.

En 1611, la mayoría de las novicias habían abandonado su casa, a excepción de su sobrina Francisca, que pronto ingresó en el convento de Santa Catalina de Siena de Alcalá de Henares junto a otras jóvenes con las que se había educado.  

Ana emprendió el viaje por los caminos que recorrió casi treinta años atrás, cuando fue una de las damas de honor de la boda de la infanta Catalina. Llegó con su séquito a Zaragoza en octubre de 1611. Una vez allí, se instaló provisionalmente en el palacio arzobispal, que había sido remodelado recientemente por su hermano Pedro.

Durante su primer año en Zaragoza, Ana llevo una vida tranquila participando en los eventos litúrgicos de la ciudad con sus damas. A comienzos de 1612, Ana decidió abandonar el palacio arzobispal con su sequito y trasladarse a una casa que pertenecía a su hermano.

Ana desempeñó un papel importante en Zaragoza como la principal benefactora del arzobispo. Desde su llegada en 1611 encargo y costeó prácticamente la totalidad del ajuar litúrgico de su hermano. De este modo, fue la condesa quien estuvo detrás de la mayoría de los objetos de orfebrería y textiles que Pedro Manrique tuvo como arzobispo de la ciudad. Asistió a las celebraciones de la catedral y atendió en su enfermedad al arzobispo.

Ana no se olvidó de las jóvenes novicias que se habían educado en su casa, como su sobrina Francisca. Continuó protegiendo a la mayoría de ellas económicamente, además de estar pendiente de su cuidado, a pesar de la distancia, con el envío de mantas de lana y colchas en los meses de invierno, guantes, libros nuevos y rosarios, o cajas de chocolate.

Es posible que la condesa pensase en pasar el mayor tiempo posible en Zaragoza junto a su hermano, pero en 1613 la corte volvió a reclamarla. Felipe III propuso a Ana Manrique para ocupar el cargo más importante que podía desempeñar una mujer en palacio después de la reina; ser camarera mayor y aya de su hija, Ana Mauricia, que sería la nueva reina de Francia y en esos momentos contaba con doce años. La condesa sabía que iba a enfrentarse a un viaje arriesgado y a un fuerte cambio de vida. En esos momentos ya consta alguna referencia sobre la debilidad y flaqueza de Ana Manrique, que visitó a médicos para paliar ciertos malestares; por lo que se sobreentiende que dieron comienzo en estas fechas sus problemas de salud.

A pesar de ello, Ana aceptó el cargo y se preparó para incorporarse de nuevo a la corte española. El hecho de que aceptase la oferta del rey debe entenderse como un acto de lealtad absoluta hacia la monarquía. A pesar de ser un cargo privilegiado, suponía un esfuerzo que la propia condesa sabía que iba a ser arriesgado. Además, significaba dar un giro en su vida, cuando finalmente se había reencontrado con su hermano y tenía su propio hogar en Madrid, por el que tanto había luchado. A pesar de tener que volver a despedirse de su hermano, Ana asumió el nuevo cargo y continuó realizando viajes entre Madrid y Zaragoza hasta 1615, fecha en la que falleció el arzobispo Pedro Manrique.

Durante 1614, se terminó de escribir en Madrid una obra literaria que mencionaba a Ana Manrique en una de sus escenas. Se trata de la trilogía dramática de La Santa Juana, escrita por Tirso de Molina. La primera biografía de Juana de la Cruz había sido publicada previamente a su canonización, recopilada por Antonio Daza en 1610 e impresa por Luis Sánchez, lo que le supuso al impresor un problema con la Inquisición, que obligó a corregir el atrevimiento de considerarla santa antes de tiempo. Por supuesto, ya formaba parte de la biblioteca de Ana Manrique. La novedad en la escrita por Tirso radica en que buscó dar a conocer de una manera más divulgativa la vida de Juana de la Cruz, para conseguir su beatificación y conmover a quienes la leyesen. 

Tirso incorpora a Ana Manrique como un personaje de carácter muy religioso, respetado en Madrid por su linaje y años de servicio a la corona y alguien muy devoto de la santa, que sufre de dolores graves. En el II acto de la tercera parte, le dedica las siguientes palabras en nombre de la santa Juana:

Siempre doña Ana Manrique

con obras y devoción

me ha obligado a que publique

su valor y mi afición

le muestre y le signifique;

y así yo tendré el cuidado

que a su mucho amor le debo,

y Dios será importunado

de mí, pues siempre me atrevo

a su llaga de el costado

en cuya fuente divina

la experiencia y la esperanza

salud y vida imagina,

que aun al dueño de su lanza

le sirvió de medicina.

En su costado pondré

el dolor que en él padece

doña Ana, y Jesús le dé

la salud que ella merece,

si no por mí, por su fe

 

Teniendo en cuenta que Tirso pasó sus primeros años en su misma calle, y que su hermana fue novicia en el convento de la Magdalena, es muy probable que se hubiesen conocido Ana y el literato. 

En junio 1615, la nueva vida de Ana en la corte española se vio truncada por el fallecimiento de su hermano Pedro el 7 de junio del mismo año.506 La condesa viajó de nuevo a Zaragoza para asistir a los últimos días de vida de su hermano. El canónigo Martín Carrillo, recoge la crónica de la muerte del arzobispo de Zaragoza:

La Iglesia ordenó Capitulares para que le asistiesen en su muerte, a mi me cupo asistir a la ultima hora en la que murió (…) Estando como estábamos presentes Don Francisco Lamata el Deán, el Doctor Juan Sentis y otras personalidades eclesiásticas y señaladamente doña Ana Manrique, condesa de Puñonrostro, su hermana, Camarera mayor de la serenissima Reyna de Francia, la cual en toda la enfermedad y señaladamente en esta hora, le asistió a la cabecera, con su ánimo tan varonil y constante, que con ser la cosa que más ha querido en esta vida, se mostró en la muerte de nuestro Prelado tan animosa, que sin turbación alguna de ánimo, ni muestra de ninguna flaqueza estuvo presente hasta que nuestro Prelado dio el alma a su criador. 

Es interesante cómo Carrillo describe a la condesa utilizando la expresión de “ánimo varonil”. Un tipo de cumplido o halago que generalmente empleaban los hombres para identificar cualidades masculinas, según el pensamiento del momento, en una mujer; autoridad, valentía, fortaleza y entereza. En definitiva, se utilizaba para describir a mujeres de carácter fuerte y autoritario.

Ana Manrique permaneció en Zaragoza unos días más para asistir tanto al funeral como para solucionar los frentes abiertos tras el fallecimiento de su hermano. Diez días después de la muerte de Pedro Manrique, Ana solicitó la capilla de Nuestra Señora de las Nieves de la Seo de Zaragoza al Cabildo para su enterramiento. El Deán y los demás miembros de la Iglesia Metropolitana que firmaron la concesión se refieren a la condesa como la encargada de la dotación, el arreglo y la fábrica completa de esa capilla, por lo tanto la petición se aprobó, con la condición de que fuera doña Ana Manrique quien se encargara económicamente de las reformas y del mantenimiento del conjunto.

Ana debió ocuparse con urgencia de este asunto, puesto que debía marchar de nuevo a la corte para preparar el largo viaje que le esperaba hacia París con la futura reina de Francia. Allí, Ana Mauricia de Austria contraería matrimonio con el rey Luis XIII. Antes del viaje, Ana Manrique redactó un primer testamento en Zaragoza, en el que se recogían sus voluntades. Al no tener descendencia, Ana nombró a dos herederos; el colegio jesuita de Pamplona y a La Seo de Zaragoza.

El primer testamento de Ana fue redactado de manera precipitada, para cubrir ciertas necesidades primordiales en esos momentos: sus herederos, su enterramiento y su personal. No obstante, cuando regresó a Madrid, gestionó la redacción de otro testamento con la ayuda de Diego de Roys, a quien también hizo redactar sus últimas voluntades y nombró albacea junto a su prima Juana Pernstein de nuevo. En ellas, expuso finalmente la orden de ser enterrada con su hermano Pedro Manrique en La Seo zaragozana, algo que, según sus criados, no dejó de mencionar durante su viaje de vuelta a la corte.

En sus últimas voluntades, Ana recalcaba una serie de cuestiones. La primera es que se realizase almoneda pública de sus bienes, que estaban en sus casas de Madrid. Dejó en manos de Diego de Roys, Juan Sentis y Diego Ruiz Pizaño, su mayordomo, la realización del inventario y de la almoneda para vender todos sus bienes como considerasen. En segundo lugar, repartía las cantidades económicas destinadas a sus criados y damas por sus años de servicios, además de concederles la repartición de toda la ropa blanca, cofias, guantes y demás elementos de vestuario que pudiesen necesitar. Ana fue muy considerada con sus criados, damas, sobrinos, etc.

Tras salir de viaje con la reina y al poco tiempo de llegar a Burgos, Ana Manrique falleció por la gravedad de su enfermedad el 27 de octubre de 1615. Diego de Roys informó a la catedral zaragozana de que:

El cuerpo de la condesa sera trasladado sin ruido ni obstentacion, sino con la moderación y sobriedad que pareciere que conmbiene y le hagan sus honras muy solemnes con todas las religiones de aquella ciudad y música de la iglesia catedral procurando que se diga la misa de pontifical y cada año perpetuamente el dia que la señora condesa falleció que fue a 27 de octubre, hagan unas onrras con vigilia y misa cantada.

El cuerpo de Ana fue depositado temporalmente junto al de su hermano en la capilla de Nuestra Señora la Blanca de La Seo de Zaragoza, hasta que finalmente pudieron ser trasladados ambos a la capilla de Nuestra Señora de las Nieves en 1638.

La capilla de Nuestra Señora de las Nieves de La Seo de Zaragoza, ubicada entre la de San Valero y el atrio de Pabostría, fue el lugar que Ana Manrique eligió para su enterramiento junto a su hermano Pedro, arzobispo de la ciudad. Una elección nada aleatoria, ya que ambos profesaron un especial afecto por la citada advocación mariana.

Fue financiado en su totalidad por las cantidades económicas extraídas de sus arcas, la venta de sus bienes en almoneda pública, y posteriormente la venta de sus casas en Madrid. El conjunto artístico fue dotado de un retablo y unos sepulcros de alabastro que no se conservan actualmente.

El fallecimiento de la condesa dejó un vacío en las vidas de sus protegidos literatos, ya que a partir de 1615 ninguno de ellos volvió a publicar de nuevo. Es un hecho que se observa en el caso de Cristóbal López, Antonio de Rozas o el traductor Jerónimo Pérez de San Vicente, de los que no constan otras obras impresas a partir de la muerte de Ana. Son casos que confirman la actividad de la condesa como benefactora y promotora literaria que, al cesar en 1615, supuso el fin de las carreras literarias y de los privilegios editoriales de sus protegidos.

Ana Manrique debe considerarse como una mujer impulsora de la cultura escrita, siendo un caso excepcional en su contexto por conseguir formar parte de un ámbito capitaneado por el género masculino.

La condesa de Puñonrostro falleció confiada en su fe, considerándose a sí misma como hija verdadera y única de la Santa Iglesia Catolica y Apostolica y Romana. Pero, ante todo, con el honor de morir demostrando su lealtad absoluta a la reina y a la monarquía española. Ana plasmó su orgullo en las últimas líneas de su testamento, despidiéndose como una mujer que había estado al servicio de la corona de forma incondicional: y sigo y seguiré sirviendo y cumpliendo hasta morir.

Retrato de Ana Manrique en la colección Lobkowicz

El único retrato de Ana Manrique identificado por el momento se encuentra en la colección Lobkowicz en República Checa y forma parte de los fondos artísticos del castillo palacio de Nelahozeves, bajo el titulo de Anna Manrique de Lara.

Cronológicamente el retrato debería datarse en torno a 1578-1580 y 1585 como fecha más tardía, por lo que es anterior al matrimonio de la joven. Su edad oscilaría entre los 18 y 20 años. Está realizado en óleo sobre lienzo y mide 195 x 105 cm.

Representada de cuerpo entero, el artista presenta a la joven sobre un fondo que simula un entorno palaciego, con una balaustrada que abre paso a un paisaje marítimo y rocoso. Ataviada con una saya entera negra forrada de tafetán, sobre la que se disponen todo tipo de joyas representadas con sumo detallismo, apoya una de sus manos enfundada en un guante sobre una silla frailera, mientras que con la otra sostiene un lienzo.

La obra se ha atribuido a lo largo del tiempo a diferentes artistas. En el catalogo de la exposición de los años treinta se catalogó como una obra de Pantoja de la Cruz de su época de juventud, posteriormente se vinculó con un estilo centroeuropeo, relacionándose con Rolan de Moys, y actualmente se atribuye a un seguidor de Alonso Sánchez Coello.

Conclusiones o breve resumen

En 1614 Ana Manrique de Lara y Piñeiro declaró en las últimas líneas de su testamento que moría con honor al servicio de la reina Ana Mauricia de Austria. La lealtad a la corte la llevó a pasar sus días postreros en un complejo viaje desde Burgos a París como camarera mayor de la joven reina, un cargo cortesano que otorgaba el máximo poder a quien lo ostentaba, siendo la segunda mujer más poderosa por debajo de la soberana. El culmen de la carrera cortesana de Ana Manrique llegó tras más de treinta años al servicio de reinas e infantas de la casa de Austria. Un largo viaje que comenzó en Nápoles, su lugar de nacimiento, en el que apenas vivió más de cinco años. El fallecimiento de sus padres provocó que fuese su tía, María Manrique de Lara, dama de la emperatriz María de Austria, quien decidiese el destino de su sobrina.

Debido a su mediación, Ana emprendió un largo viaje desde Nápoles a Praga a los cinco años de edad, hasta llegar a la prestigiosa corte de la emperatriz María, hermana del rey Felipe II. Allí se educó bajo los preceptos de la facción católica de Bohemia, en un imperio donde las costumbres hispánicas eran símbolo de prestigio y el esplendor de los Habsburgo combatía la amenaza del protestantismo. A los diez años formó parte del séquito de la archiduquesa Ana de Austria —hija de la emperatriz María y última esposa de Felipe II— y con ella viajó a España, donde forjó su personalidad mientras ascendía progresivamente en la carrera cortesana femenina.

Tras convertirse en una de las damas más privilegiadas de Ana de Austria, su vida cambió por dos motivos: el fallecimiento de la reina con la que se había criado, y con el matrimonio concertado con el conde de Puñonrostro, enlace al que aportó una dote matrimonial que saldó con creces las deudas del condado. Tras quedar viuda y sin descendencia, Ana recondujo su vida. Durante sus años de viudedad, además de desarrollar un vínculo con las artes y la cultura, también exploró sus aficiones más particulares, entre ellas: el arte de la belleza con la fabricación de cosméticos y perfumes, la educación de jóvenes novicias, el patrocinio de obras literarias, la financiación de justas poéticas y certámenes en los que participaron Lope de Vega o Cervantes, y a la creación de una notable biblioteca particular.

Al menos seis jóvenes con vocación religiosa vivieron en su casa antes de tomar los hábitos. Allí estudiaron y se prepararon para sus respectivos ingresos en diferentes conventos madrileños. La mayoría de ellas fueron escritoras místicas de las que hoy en día apenas queda constancia. En una sociedad que les había negado desarrollar sus habilidades, aprendieron a conocer su libertad en cierta manera a través de la pluma y el pincel. Gracias al hallazgo de la correspondencia localizada en diferentes conventos, se conoció esta faceta altruista de la condesa, un periodo de enseñanza que marcó la vida de las jóvenes novicias y contribuyó a su vocación por la escritura.

Ana Manrique influyó en los círculos literarios madrileños, hasta el punto de ser nombrada patrona de la Hermandad de Impresores de Madrid, cometido que desempeñó en paralelo a la promoción de traductores que, como las novicias, también se alojaron en sus casas. En pleno Siglo de Oro, la residencia de la condesa se convirtió en un refugio para las letras, las artes y la religiosidad propia de una benefactora de la Compañía de Jesús.

Sus últimos años de vida la llevaron a Zaragoza, ciudad en la que su hermano Pedro Manrique ejerció de arzobispo desde 1611 a 1615. Tras una intensa vida de viajes entre las cortes europeas más importantes del momento, Ana quiso ser enterrada junto a su hermano, en la capilla de Nuestra Señora de las Nieves de la catedral zaragozana del Salvador. El trayecto vital de la condesa finalizó tal como había empezado, con un destino marcado por el honor de servir a la monarquía y la convicción de haber ocupado un digno puesto en la cultura del Siglo de Oro español, algo que la Historia ha relegado al olvido durante siglos.

Referencias Bibliográficas

  • Andrés Palos, E. (2022). Ana Manrique de Lara y Piñeiro, Condesa de Puñonrostro. Entre la corte de los Austrias y Zaragoza [Tesis doctoral, Universidad de Zaragoza]. Universidad de Zaragoza Repositorio. Disponible en https://zaguan.unizar.es/record/112081
  • Retrato de María Manrique de Lara con una de sus hijas, Jorge de la Rúa. Colección Lobkowicz
  • House of Lobkowicz

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